Hablando con mi ahijado milenial Diego sobre los problemas planetarios, le comenté que más allá de la contaminación y el calentamiento global, para mí la situación más apremiante de la humanidad tenía que ver con su población. De ninguna manera inferí que fuese sobrepoblación, sino lo contrario, bajo crecimiento poblacional, envejecimiento y migración.
El lacerante fenómeno migratorio incluye a los desplazados, refugiados y a aquellos que buscan mejores oportunidades en una tierra distinta a la que los vió nacer. Hace unos días el Instituto Nacional de Migración publicó que durante 2019 cerca de 1.17 millones de migrantes entraron a México de manera irregular, cifra comparable con los 1.12 millones de migrantes que recibieron su residencia permanente en EE.UU. en el año 2017. Ante ello surgen las preguntas: ¿Qué va a hacer México con esas personas que sin anunciarse aparecieron en su suelo? ¿Cómo arroparlos, cómo darles cabida, cómo integrarlos, qué tipo de oportunidades podrá ofrecerles su nuevo hogar? Es evidente que la migración representa un enorme reto y una inucitada inversión, misma que requerirá para su solución un esfuerzo multinacional y una visión de largo plazo.
Según datos de Naciones Unidas, en el 2019 aproximadamente el 3.5% de la población mundial, cifra que equivale a 272 millones de personas, fueron migrantes. Imaginemos el cuadro solo por un momento: el número de migrantes es superior a las poblaciones de México, Chile, Ecuador, Colombia, Paraguay, Uruguay y todo Centroamérica juntas. Las altos dígitos, alarmantes en grado superlativo, han ocasionado en varios países una fobia colegiada y un diáfano e injustificado antagonismo. De hecho, decisiones colectivas como el Brexit, resultados electorales que favorecen a partidos de extrema derecha y líderes con actitudes racistas como la francesa Marine Le Pen, están ingentemente correlacionadas a sentimientos xenofóbicos contra migrantes.
Es increible cuan insensible, indiferente e inhumana puede ser la actitud de las personas ante el dolor ajeno. Es irónico como el único ser viviente que puede dejar de ser aquello para lo cual fue creado es el ser humano. Un perro no puede dejar de comportarse según sun institos caninos; no puede dejar de ser perro. Ni un gato, ni un delfín, ni ningun otro animal, por más que quiera o se esfuerce, podrá convertirse en algo distinto a lo que su naturaleza dicta. El hombre, en cambio, qué lejos puede apartarse de su naturaleza humana abuzando de su libre albeldrío y respondiendo a una falsa sobervia, creyendose y comportándose como un llano animal irracional.
En ocasiones es válido cuestionarnos, ¿qué hicimos para merecer haber nacido en nuestra patria, en nuestras condiciones socio-económicas, en nuestro seno familiar? En absoluta franqueza, nada. Todo fue cuestión de una extraña lotería donde algunos nacieron indigentes y otros en cuna aterciopelada. Siendo así, creo que aquellos pocos privilegiados deberíamos estar siempre conscientes y agradecidos de nuestra suerte y tener una caritativa empatía hacia los menos favorecidos.
En el marco de la jornada Mundial del Migrante y del Refugiado celebrada en septiembre 2019, el papa Francisco dijo que el mundo actual es cada día más elitista y cruel con los excluidos. «No podemos ser indiferentes a la tragedia de las viejas y nuevas formas de pobreza, al sombrío aislamiento, el desprecio y la discriminación que experimentan aquellos que no pertenecen a ‘nuestro grupo’».
Concurro con el Papa. Al final de nuestro paso por esta patria temporal le preguntarán al migrante Lázaro, quién escapara de la violencia en su país, ¿qué has hecho con los irrisorios talentos que te he dado? La misma pregunta aplicará para el rico Epulón quien los recibió de manera copiosa y está placidamente sentado en sus laureles sin voltear a ver a Lázaro.
Fuente: El Porvenir | Dr. Eugenio José Reyes Guzmán.