Un país que no valore la dignidad de la mujer, será incapaz de comprender la crisis social que provocará y la ingente labor que insumirán futuras generaciones
Dice Dale Carnegie que: «El nombre de una persona es para ella el sonido más dulce e importante que pueda escuchar». Entre las muchas notas características que distinguen a todo ser humano de los demás, es su nombre propio. En la mayoría de las culturas, el nombre propio acompañará a una persona y será la palabra que escuche recurrentemente a lo largo de su vida. Tristemente no sucede así en todos los países.
En un artículo publicado recientemente por la BBC de Londres, relata cómo una joven mujer afgana fue lacerantemente golpeada por su marido por haberle dicho su nombre al doctor. Aconteció que, cuando el marido vio escrito el nombre de su esposa en la receta médica elaborada por un galeno ajeno a la familia, se sintió deshonrado y la maltrató.
Así es, en pleno siglo XXI, Afganistán sigue siendo una sociedad patriarcal donde, por el honor del varón, la mujer no solo tiene que ocultar su cuerpo sino también su nombre. Incluso la anacrónica ley afgana dicta que, el acta de nacimiento de una niña no tiene identidad propia y solo se menciona en su rol como «hija de su padre», sin mencionar a la madre. Al casarse nada más escriben su apellido y muchas veces los suegros le ponen un apodo o simplemente le cambian su nombre. Al morir la mujer, solo dicen «esposa de su esposo» o siquiera, «madre de su hijo (varón)». Muchos hombres se muestran renuentes a decir el nombre de su madre, hermanas o hijas en público y se refieren a ellas en el denigrante e indignante eufemismo de «cabeza negra». Otros deleznables sobrenombres para las mujeres son: sexo débil «zaifa» o indefensa «ajeza».
Esa errática creencia social y religiosa de que el valor de la mujer es subordinado al del hombre, se ha arraigado hasta transformarse en una trampa de ingeniería social, donde la comunidad se siente moralmente obligada a pensar y a actuar de cierto modo, y a callar. En la realidad afgana, los hombres más rudos son los más respetados y honorables y las mejores mujeres son las que no se ven ni escuchan.
Contrario a la creencia judeocristiana de «honrarás a tu padre y a tu madre», ¿Qué dignidad verá el padre a su hija, el esposo a su cónyuge e incluso el hijo a su madre? Es irrefutable que la madre, como miembro fundador de la familia, es copartícipe de Dios en la creación y la piedra fundamental de los valores y virtudes de una familia. Debe ser altísimo el costo de oportunidad de no valorar ni educar a las mujeres ya que, científicamente hablando, las madres son quienes transmiten la mayor parte de la carga genética relacionada con las habilidades cognitivas. Qué peligroso debe ser que, por culpa de una minoría fundamentalista, las mujeres nazcan con la dignidad original recibida de Dios, pero tristemente vivan y mueran, ante esa sociedad, como «commodity». Un país que no valore la dignidad de la mujer, será incapaz de comprender la crisis social que provocará y la ingente labor que insumirán futuras generaciones en revertirlo.
Afortunadamente, debido a la presión internacional y un movimiento para emancipar a la mujer llamado «#dondeestáminombre», el presidente Ashraf Ghani ha solicitado a la Autoridad Central del Registro Civil (ACCRA) que vea la forma de modificar la Ley de Registro Poblacional para que el nombre de las mujeres aparezca en sus actas de nacimiento.
Toda acción en defensa de la dignidad de la mujer desde la concepción, es un movimiento en defensa de la sociedad. Más allá de lo que sucede en Afganistán, México y América Latina también tienen una histórica hipoteca social con las mujeres y una brecha de oportunidades por acortar. Concluyo con una frase de Juan Sánchez Navarro con la cual comulgo: «He desarrollado en mi vida una prédica por la libertad acompañada de responsabilidad, binomio indispensable para sustentar un orden de justicia y respeto desde la más pequeña pero fundamental célula: la familia».
Fuente: El Porvenir | Dr. Eugenio José Reyes Guzmán