La nueva fobia fue reconocida como la palabra del año por la Fundación BBVA y definida como el temor irracional a los pobres
Históricamente, las personas siempre han tenido miedo de algo, de alguien o de alguna situación. Desde la mitología griega, Fobos, hijo de Ares, dios de la guerra y Afrodita, diosa del amor, era la personificación del temor y el horror. Cuando Fobos es irracional y de carácter enfermizo, se convierte en lo que conocemos como fobia. Como ejemplos, tenemos la aracnofobia, o miedo a las arañas, la gamofobia, el pavor al compromiso, incluyendo el matrimonio y la hipofobia, el terror intenso hacia los caballos. En el mapa mental del ser humano, existen cientos de fobias específicas y sociales.
A partir de 2017, la virtuosa escritora española Adela Cortina acuñó una nueva fobia social, la aporofobia. La nueva fobia fue reconocida como la palabra del año por la Fundación BBVA y definida como el temor irracional a los pobres. Si bien el término es nuevo, el peyorativo e injusto temor a los pobres, por absurdo que parezca, lamentablemente ha sido consustancial a los seres humanos. Ya en el siglo IV, el historiador romano Amiano Marcelino, se refería a los pobres de «poco mérito» como turbas o multitudes de vagabundos «buenos para nada» que hacían ruidos horribles con sus narices. Pero, ¿a qué se debe dicho temor reflejado en menosprecio, desdén y hasta odio a los menos favorecidos?
Por principio de cuentas, las personas se sienten seguras y cómodas en un entorno donde se hable el mismo idioma y concurran en creencias religiosas. Los seres humanos perciben una empatía selectiva hacia personas afines, de la misma raza, fisonomía, idioma y costumbres. Por otro lado, las personas experimentan desconfianza, rechazo, desprecio y temor hacia «los otros». Los que vienen de otro país, los refugiados, los enfermos mentales y los menesterosos, entre muchos más. De hecho, al igual que en el cuento de «El flautista de Hamelin», las exitosas campañas de Trump y el BREXIT, resonaron en las mentes de los temerosos ciudadanos ante la amenaza terrorista aporofóbica de migrantes invasores.
Sin embargo, hay un perverso ingrediente que convierte a «los otros» en personas aceptables y hasta deseables y admirables … el poderoso caballero Don Dinero. Con la caprichosa plata el migrante se transforma en inversionista, el pariente pobre deja de ser molesto y es bienvenido, al traficante le llaman empresario, al cantante alcohólico lo llaman rock star, el estulto se convierte en ilustre y hasta un corrupto llega a ser presidente. El dinero es la moneda de cambio que esconde lo malo y resalta lo bueno, define virtudes, corrompe el carácter, compra voluntades y descubre un amor artificial. Indebidamente, el capital es un impío encantador de serpientes que utiliza una mágica poción para transmutar a los disímiles en iguales. Empero, por poderoso que sea la moneda, hay algo supremamente erróneo en su ponderación de las personas pues la dignidad humana no se compra.
La dignidad humana es más que ética, moral o sicológica, es constitutiva de la persona y su naturaleza ontológica. Es la piedra angular de la cual derivan todos los derechos humanos. Esa variable única, intransferible e insustituible es un regalo, un don que une a las personas indistintamente de su riqueza, aspecto, origen o religión. Si tan solo los seres humanos tuviésemos conciencia de dicho valor, no tendríamos el problema de la aporofobia.
En estos últimos meses, el COVID-19 ha puesto aun más en evidencia la desigualdad entre personas y la urgente necesidad de trabajar sin soslayar el compromiso con los más necesitados. Con ello en mente, el Papa Francisco nos invita a «imaginar la caridad», a ver al prójimo con respeto, cercanía y comprensión. Nos exhorta a «sanar las heridas de una sociedad individualista y anónima que termina por convertirse en un campo de batalla entre intereses egoístas». Felizmente, un denuedo esfuerzo en educación con valores lograría menguar el egoísmo.
A través de la educación, el plástico cerebro humano pudiera aprender, enmendar los yerros, corregir la ruta, comenzar de nuevo y pensar en lo etéreo. La educación, soportada por recursos morales y espirituales, se convierte en el puente que reduce las asimetrías y acerca a las personas. En definitiva, la educación alcanza a ser el faro que disipe los miedos y revele la grandeza del ser más allá del tener. Al respecto, esta semana que recordamos el aniversario luctuoso del Poverello de Asís, es pertinente leer su frase: «Un milagro sucede cuando cambias lágrimas por oración y miedo por fe».
Fuente: El Porvenir | Dr. Eugenio José Reyes Guzmán